El pensamiento transfigural es la especial capacidad que adquiere la mente cuando la conciencia se libera de la prisión del lenguaje verbal.
Suponemos que las primeras personas que hicieron del pensar una profesión, procedieron a celebrar un matrimonio que luego probó ser el más indisoluble de toda la historia. Nos referimos al casamiento entre la conciencia y la palabra. Esas bodas fueron la gran innovación que transformó a la horda primitiva, en comunidad.
En adelante pues, y especialmente por obra de los primeros filósofos griegos, la conciencia y sus manifestaciones tales como pensamiento, sentimiento y razón, deberían ceñirse necesariamente al lenguaje verbal. Esto quiere decir que sólo serían considerados serios, legítimos, sensatos, racionales y dignos de ser tenidos en cuenta, los contenidos mentales capaces de ser traducidos a palabras. Todo lo que no puede ser expresado de esa manera sería considerado dudoso, inexistente, absurdo o fruto de mera ensoñación.
Dicho de otra forma: todo pensamiento, sentimiento, recuerdo, inspiración u otro fenómeno que aconteciera en la mente de las personas, sería descartado como absurdo si el sujeto que los produce no fuera capaz de expresarlo en palabras o signos.
Aventuramos que esa fue la verdadera piedra basal de la civilización, porque hizo posible todo progreso en la humana convivencia, siglos antes de que fuera acuñada la idea de “progreso”.
Hasta ese momento, antes de ese feliz connubio, el entendimiento, la concertación y los negocios entre las personas y los pueblos se veían en gran parte dificultados por mitos, creencias, poesías y tradiciones de cada pueblo en particular. La gente no encontraba fácilmente parámetros comunes que hicieran posible edificar planes a largo plazo, teorías o doctrinas compartidas. Los esfuerzos intelectuales de las personas eran semejantes a la variada vegetación; cada uno exhibiendo su propia estética y razones, sin pretensión de expresar leyes ni modelos generales.
Fue el lenguaje verbal montado sobre la conciencia lo que permitió la discusión y la elaboración de conclusiones compartidas. A partir de allí, nacieron filosofía, política y ciencia.
El primer vástago nacido del apareamiento entre conciencia y palabra fue el verbo ser. Antes de su aparición, se discutía mucho, naturalmente, pero no existía una base común que permitiera fijar posiciones y consensuar criterios comunes.
Para lograr cualquier entendimiento, era necesario encontrar algo que fuera indubitable para todos, y ese supuesto fue que al margen de todas sus posibles peculiaridades, todas las cosas, “son”.
Este caballo, aquella guerra, mi campo o tus ovejas, son cosas mías o tuyas, valiosas o sin valor, permanentes o transitorias, etc., etc., etc., pero fundamentalmente, tienen algo en común y es que todas ellas, “son”. El verbo ser viene a funcionar como centro único y básico de toda referencia. Todo lo que se diga acerca de una cosa tiene que ponerse primero ese uniforme sin el cual, no podrá ser reconocido por nadie. He aquí al verbo ser entronizado como eje de toda comunicación humana.
Permítasenos, en este punto, hacer un atajo en el curso de estas consideraciones. Desde el nacimiento de la inquietud por estudiar los acontecimientos interiores de las personas, se viene cometiendo el error de tratar de abordarlos como si fuesen entidades, es decir, como cosas que “son”. Esa ha sido, probablemente, la razón por la cual la Psicología ha fracasado en constituirse como ciencia. Porque ha caído en la trampa del verbo ser, que sólo funciona en el ámbito social. No se ha comprendido que en la dimensión interior de cada individuo, las cosas que ocurren, no “son”, sino que “significan”. Es decir que el problema que sufre alguien en su vida interior, sólo “es” en el campo de la discusión intersubjetiva, es decir, para el ojo ubicuo de la comunidad, pero desde la óptica del sujeto, no es, sino que puede significar y funcionar de mil maneras diferentes. Como decía Berkeley, en la vida interior de las personas, los seres son sólo percepciones. Siendo tales, pues, pueden significar y funcionar de mil modos diferentes.
De manera que decir que en el ámbito de la psiquis humana, algo que se siente interiormente “es”, esto o lo otro, , entraña una lamentable desnaturalización del objeto que se intenta estudiar. No debemos confundir un acontecer, que es una cosa real porque la sentimos, con un signo nacido de una convención social a los simples efectos de nombrarlo. Sería tanto como colar la sopa. Cuando lo hacemos, se separan las partes sólidas, pero se escurre el caldo. El verbo ser sólo es útil para entendernos entre nosotros; es decir, para saber de qué estamos hablando y poder pensar, sentir y actuar en consecuencia. Usarlo para indagar en la vida interior de las personas, constituye para el sujeto, una peligrosa trampa que limita la potencia y posibilidades de la mente.
Para facilitar liberarnos de la cárcel de palabras que nos aprisionan, primero deberemos remover ese obstáculo que es el verbo ser, colocándolo en su correcta dimensión, que es la social. Porque, como se ha dicho, las cosas sólo “son”, dentro del orden de la convivencia, pero para el orden subjetivo de cada uno, las cosas no son, sino que “significan”. Y pueden significar de muchas maneras.
La consecuencia práctica de esta distinción es fundamental para la vida cotidiana, porque determina la actitud que el sujeto adopta frente a cualquier problema que enfrenta, sea emocional, existencial, o de salud. Nadie tiene el derecho de afirmar que el acontecimiento que ocurre de la piel para adentro de alguien, “es” esto o lo otro.
Al médico, por ejemplo, le es lícito y necesario utilizar el verbo ser porque necesita averiguar cómo ha catalogado la comunidad científica al grupo de síntomas que su paciente padece. Debe hacerlo, porque si no logra saber de qué se trata, no podrá aprovechar lo que otros galenos han dicho y hecho antes que él en similares circunstancias. Pero el paciente deberá saber que la enfermedad, como tal, no existe en la realidad, porque sus síntomas son la manifestación de un desequilibrio que está sufriendo, y no una entidad.
Desde antiguo se sabe en los ambientes médicos que la actitud interior del enfermo es fundamental para lograr la curación, pero sólo a partir de los aportes de la Física Cuántica puede ello afirmarse con sustento científico. Niels Böhr, el descubridor del “principio de complementariedad”, afirma que la materia puede manifestarse como partícula o como onda, según haya o no alguien que la observe, o un instrumento que lo haga.
Por dicha razón, en la medida en que el sujeto comprende que su enfermedad no es otra cosa que desequilibrio, estará en sus manos, al menos en parte, poder recuperarlo, o no. Menos probabilidades tendrá de ayudar a su médico si se entrega mansamente a las manifestaciones de un supuesto ser que ha entrado en su organismo para agredirlo.
Lo que debe hacer, es tomar conciencia de que, en rigor, él está en medio de un proceso que es común a todo lo viviente, que es el tránsito de una situación de equilibrio en busca de un desequilibrio, para volverse a equilibrar. De la misma manera como lo hacen los pies al caminar.
Y también, ¿Por qué no?, puede pensar que el recupero del balance no tiene que estar necesariamente limitado a factores específicos y predeterminados. Algunas personas con problemas de salud se ayudan de un bastón para caminar. Pero ello no impide que, ante un eventual tropiezo, puedan mantener el equilibrio apoyándose en cualquier otra cosa; una pared, un árbol o el hombro de alguien.
En la medida en que se traduzcan en un malestar espiritual o anímico, esto se aplica a cualquier tipo de problemas y no sólo a los físicos. Como lo hemos dicho ya, en nuestra vida interior, nada “es”, y todo “significa”, lo cual quiere decir que allí los aconteceres no tienen un cartel con indicación de sus nombres, como en el ámbito social, sino que sólo puede decirse que “funcionan”, y que ese funcionamiento tiene mucho que ver con la actitud interior de cada uno. Comprender esto, es crecer en conciencia.
En el fondo, estamos hablando de reconocer y respetar la soberanía interior del individuo, que coexiste con la social. Hombres y mujeres viven, como diría Somerset Maugham, al filo de una navaja; entre dos mundos: el social y el íntimo. La diferencia es que dentro de la sociedad, la soberanía sólo se respeta, mientras que en el ámbito subjetivo, la soberanía se ejerce. Recuperar la dignidad y el ejercicio de ese poder interior es fundamental, porque no debemos olvidar que vivir, es un continuo de experiencias subjetivas.
Un ejemplo de coexistencia de ambas jurisdicciones lo proporcionan las monarquías parlamentarias. Si le preguntáramos al rey de dónde proviene su poder soberano, contestaría de inmediato: “de Dios”. Pero si le hiciéramos la misma pregunta a quien preside el Parlamento, diría: “del pueblo”. Es en la coexistencia balanceada de ambos poderes donde reside la salud, tanto política como individual.