Si la función de la conciencia es relacionarnos con el mundo que nos rodea, la conciencia occidental no puede lograrlo. Ello resulta ser así porque se encuentra atada indisolublemente al lenguaje verbal. Por ello sólo somos capaces de hablar acerca de las distintas realidades y aún de aprovecharlas, sin ser capaces de comprender sus profundos significados vitales.
Hoy, alcanzados niveles extraordinarios de desarrollo técnico-científico, asistimos al agotamiento de las posibilidades de desarrollo de la conciencia ligada a la palabra. Sobre, todo pareciera ser incapaz de desarrollar y hacer evolucionar las potencias humanas éticas y valorativas, porque sólo sabe hacer de todo ello, mero discurso. En efecto, apenas rasgada la débil capa de cultura que recubre al ser humano civilizado, aparecen, intactos los instintos y las pasiones más feroces propias del hombre primitivo. Esa es la triste conclusión a que he llegado, luego de haber ejercido la profesión de abogado por más de cuarenta años.
Ello resulta ser así porque la palabra es un signo social; no va más allá del nombre, del canto, del grito, de la conversación que une a las personas en torno de lo real. La palabra no conduce a la conciencia hacia lo que se siente en contacto con las cosas; sólo es código de convivencia.
Por ello, nuestra cultura es una cultura de signos y alegorías, incapaz de contactarnos efectivamente con las energías que nutren a los demás seres vivos del planeta. Nuestra capacidad para emocionarnos mística, moral y estéticamente, y de interactuar con el Cosmos Inteligente, ha quedado virgen tal cual la tenía el hombre de Neanderthal.
Faltan modos de efectiva conexión con la realidad natural que impulsen nuestro desarrollo como seres humanos hacia planos superiores. Nos creemos civilizados porque manipulamos el sinfín de aparatos que nos rodean, pero para tratar problemas relacionados con los valores humanos, o para dar significación a la vida, nuestra conciencia sigue siendo tan roma como cuando habitábamos las cavernas. ¿Podemos crear a voluntad la alegría, o fomentar la energía del entusiasmo, por ejemplo? Sin duda que no.
Cabe entonces, preguntarse: ¿está la raza humana perdiendo protagonismo en la empresa de diseñar su destino? ¿No vamos alegremente hacia la devastación del planeta llevados por la quimera de un progreso, un desarrollo y un consumo infinitos? ¿No habremos hecho del mercado una suerte de piloto automático de la historia?
La cultura del signo todo lo resuelve con la receta de producir más medios y ningún fin, es decir: más artefactos, más técnicas, más medicamentos, más confort, más divertimiento, etc. sin facilitarle a los individuos comprender y sobre todo participar de las ocultas razones y finalidades de las cosas.
En resumen, digámoslo de una vez: el fruto de esa manera de pensar, forjador de una civilización centrada sobre esos objetivos, no nos satisface. Queremos ofrecer a nuestros hijos un modo de vida que supere el ideal de llegar a ser cada día más y mejores "consumidores".
Mantenemos que la preeminencia absoluta de un tipo de racionalidad basado en signos comunicacionales, desemboca en un deterioro de la capacidad de concientizar las realidades. La práctica del pensamiento transfigural hace posible crecer en conciencia para tomar contacto vital con la Realidad Trascendente y entablar un diálogo adulto con ella, en busca de una religión natural, universal y sin mitos.